domingo, 24 de agosto de 2014

Antes de llegar a verlos
Por Fernando Iturrieta



Antes de llegar a verlos, los había comenzado a escuchar, cada vez más, pero durante aquel tiempo sólo pocas canciones.
El primer disco que tuve de Los Beatles era lo que se llamaba un “doble” de 33 rpm (creo que conocido como EP; Extended Play), de dos canciones por lado.
Reproducía en un formato más chico la tapa del primer LP: Por favor yo (Please, please me) {¿Por qué nunca tradujeron como Por favor, complaceme?}, y traía las canciones que, en ese disco, ocupaban las cuatro primeras bandas: La vi parada ahí (I saw her standing there); Miseria (Misery) (ambas de McCartney-Lennon {el dúo autoral figuraba en los primeros discos así lo que en algún momento me indicó el predominio inicial en las composiciones} y con Anna (Vete hacia él) (Anna) (Go to him) de Arthur Alexander (hace poco vi a Paul y a Ronnie Wood escuchando la versión del autor juntos) y Cadenas ( Chains) de Carol King y Gerry Goffin, matrimonio también compositor de “Locomoción” Ella, a su vez, la destinataria de “Oh Carol” de Neil Sedaka y creo que después fue muy cercana a Paul Simon, pero, para nuestra generación la autora, años más tarde, de una canción muy bella, “Tu amigo fiel” (You’ve got a friend)
Dos comentarios triviales, pero uno está formado por todo y muchas veces por una buena proporción de minucias: había una propaganda en la televisión de principios de los años 60 donde una animación que personificaba a una botella de whisky decía “Hola, amigos, vengo de Escocia y me llamo Viejo whisky Mac Lennan” (¿anticipo sonoro de lo que diríamos tantas veces después?) Otra: ya se empezaba hablar de los Beatles y eran aún en gran parte desconocidos, cuando un día mi hermana Marta entró y dijo “la propaganda de Zumuva es una canción de los Beatles” (Zumuva está bien helado, Zumuva es colosal” reemplazaba a “And I never dance with another soon I saw her standing there”)
Ya esos cuatro temas fijaban una versatilidad muy llamativa: I saw her standing there era Paul y en los coros se sumaba John. El dúo tenía un acople de voces asombroso, que se desarrollaba en todo Misery. Los instrumentos sonaban imponentes, con lo que ya se anticipaba uno de los giros que seguirían los conjuntos ingleses: equivalencia de sonido entre lo instrumental y lo vocal. En Anna (Go to him) era la voz de John desgarrándonos y la suma en coros de Paul y John. En Chains, arrancaban los tres: George, John y Paul, con las partes centrales a cargo de George. En cuatro temas, ya mostraban estrategias diversas y sería más y más. Lo que intuí al principio, que había encontrado algo único iba a ir creciendo y sobre todo, haciéndonos crecer con ellos. Una vez escuché a Dalmiro Sáenz decir algo así: un verdadero artista es que el transforma en artista a su público. Ellos hicieron mucho para que toda una generación viviera ávida de creatividad.

Sólo un anticipo: entre la fecha que recuerdo (agosto de 1964) y la grabación como Beatles de su último disco (Abbey Road), pasaron sólo cinco años, cinco y medio si consideramos el anuncio de su separación y la aparición de Let it be, al que habían archivado (¡!) por sus desavenencias. En ese período cortísimo, nuestros oídos, cerebros y almas tuvieron que pasar, por ejemplo, por Revolver,  La banda del Club de los Corazones Solitarios del Sargento Pepper, La gira mágica y misteriosa y el Álbum Blanco, de Yesterday a Tomorrow never knows (inicio de la psicodelia), de Norwegian wood a Come together, de Eleanor Rigby a Piggies y…mucho más.

sábado, 9 de agosto de 2014

Cartas a mí mismo
                                                          de Fernando Iturrieta

Una nueva carta del niño. Sin número.
Juega a ser luz la noche


Un cielo tranquilo y oscuro que envuelve y completa. No necesito más que esas estrellas, las que siempre aparecen a mis ojos para serenarlos.
No tengo más cansancio que el de la hora. No hay más luz en la casa que este resplandor mínimo de un aire entrecortado y que aligera el perfume de los árboles, mojones de azahar ataviados de negror.
Quizás porque no espero, no adivino, ni sé, aparece de a una la chispa de cada luciérnaga sobrevolando el fondo del jardín en la sombra profunda.
Juegan a devenir en soles infinitesimales, ensayan a ser luz en la noche y pierdo rápidamente la cuenta, son cada vez más, una multitud de lamparitas del aire, invaden, parpadean, saltan con su luminiscencia chiquita y silenciosa.
Llenan mi vista de parpadeos impensados, sorpresa, maravilla de la noche que colman, seres minúsculos que agigantan mi asombro.
No hay temor en la noche, nada supera esta armonía del juego imprevisto de los bichitos de luz, casi desaforado y perfecto.

Necesito contártelo, ¿te llega? Eso soy yo, construido en la sorpresa. Ahí me tenés, con los sentidos puestos en la enormidad transitoria que es lo único que sabré hacer perdurar.

 
...continuará

 

sábado, 2 de agosto de 2014

Cartas a mí mismo
                                                          de Fernando Iturrieta
Carta del niño 1
A vos, si aún esperás, si aún podés desbrozar entre palabras.

No encuentro el lugar, no tengo cerca de mí la salida.
Para atreverme, me cuesta reconocer y definir cómo era ese olor, como si el tiempo hubiera borrado o adulterado el perfume, lo hubiera sacado de mi conciencia o transformado en un aire en el que me cuesta respirar naturalmente. Antes, lo primero que encontraba era los sentidos despiertos y hoy los tengo anestesiados; quizás, de tanto perder, los he dejado en el camino.
A cada paso encuentro destellos del ser humano que porta mi nombre en las esquirlas repartidas a lo largo de las baldosas que hicieron mi vereda de vida, el borde por el que anduve.
El hombre que me continuó, secuela de lo que viví, es un conjunto de chispas desordenadas que no logro sumar para identificarme en él. No siento esa voz, mi voz ya no es mía. Tampoco las palabras, la manera, estoy traducido por alguien que me transgrede. Un doblaje traidor, falsificador, si se quiere, arropa y adormece mi boca. Un vocabulario que se infla a medida que emito, que lleva para otro lado, que crea la historia desde la apropiación de mí mismo.
Tampoco siento reconocible tu voz; vos que decís ser yo más tarde. Cuando preguntás por mí,  percibo que soy interrogado por alguien que se arroga ser yo o al que yo tendría que imaginarme como yo mismo.
¿Qué podrías mostrarme para que yo te crea? No sólo necesito ejercicios de la memoria como pruebas de identidad, no te pido sólo que busques en los recuerdos para que yo me reencuentre y, desde ahí, responda. Quiero que me digas qué hay de mí (yo, tu niño, mi propio niño vivo) en el día de hoy, en qué lugar me encontrás, o si voy con vos, en qué lugar sentís mi tacto, mi respiración, en qué lugar puedo esperar tu caricia.
No soy un niño que te juzga, sólo quien comprueba o se constata en lo que ve de ese otro, yo mí mismo hoy; o el yo que hoy asume la representación por todos los yo que han sumado mi historia, es el que debiera contestar al yo niño todavía presente, que no sólo puede rememorar sino encontrarse. No juzgo porque mi deseo no es un juicio sobre una actividad acabada sino la demanda sobre un hecho presente, que está vivo y duele, que está vivo y goza.
Necesito desnudarme de tiempo, el que me incrustás, el que me impide sonar a niño, y resplandecer el purrete o quizás calmar al muchachito que deambuló con vos, en la soledad de ser dejado de lado, reemplazado, impostado.
Necesito mirarte a los ojos y silenciar la angustia de no saber qué de mí ya no podrá venir a tus ojos, ni a colmar tu silencio.

...continuará

sábado, 26 de julio de 2014

Cartas a mí mismo
                                                          de Fernando Iturrieta

Carta al niño 4


¿Y si acaso estuvieras escondido, temeroso, desesperado, casi sin voz?
Una noche que envuelve deja el grito apagado, sumerge el llanto en la bruma y lo mantendrá nuboso, para no reaparecer.
Sólo esa voz al emerger esporádica ha revelado el niño. No apareció pleno, no más.
Reapareciste lastimado, mi niño.
Esa noche terrible, te dejó confuso, cercado.
¿Cómo reencontrarte? ¿Cómo recuperarte? Si recorriera la casa, si pudiera desplazarme por donde ibas, quizás un tiempo antes, cuando el dolor no había tapado la historia a la manera de una enorme mancha que pareciera que no puedo borrar sin romper lo que hay debajo. Si pudiera andar por las horas en las que puedas reconocerte; si tal vez capturara tu mirada, tu voz, tu intención.
Hacia atrás, la puerta de chapa dura_ Sus vidrios de arriba unidos por la macilla gruesa y empañados por el frío apenas mostraban el patio que separaba la casa de la parte posterior del terreno desparejo que aún no era jardín Mi memoria intercala las piezas agregadas a continuación, que taparon aun en mi memoria la única vista del fondo que había desde el interior. No había en la casa ventanas que miraran al terreno, fue una vista cuya imposibilidad, una clausura decretada desde el inicio, nunca revertimos. El pasillo cubierto al lado de las piezas llevaba a ese pasto variable entre verde y gris que se volvía esa oscuridad devoradora que me arrastraba al fondo del terreno en mis pesadillas, con una fuerza imparable y que se aceleraba a medida que era tragado por la noche, a lo terrible, a la historia quebrada que no pude parar.
Delante, la calle aún de barro, silenciosa, casi intransitada. A veces, René cabalgaba insolente, provocador, consentido. Era una ostentación que le permitía la fama de su padre médico, desconcertando a los del barrio que ahora sufrían y temían a la cabalgata  como un privilegio en los suburbios, donde sólo pasaban caballos de tiro; para trabajo, nunca para goce. En ocasiones, andaba el carro de la Panificación, con el llamado inconfundible de su corneta y tirado por alguno de esos otros caballos, lentos, con anteojeras, sumisos, casi silenciosos. Y casi siempre, el cartero, el lechero, el pescador, algún camión y muy pocos autos.
En frente, los tanos, la verdulería, el camión de Angelito estacionado frente a su casa, en la que había el único televisor que conocíamos y claro, me invitaban a ver el Cisco Kid y La patrulla del camino. También por la vereda de enfrente, aquel italiano que me convocaba y, una vez en su casa, me sentaba en un banquito y me hacía escuchar sus discos de canzonettas, que tengo borrosas, suaves, tristonas; comprensibles, creo, en algún lugar de mi corazón. Nunca pensé en los motivos que aquel tano tenía para compartir con un niño que no entendía su lengua eso que traía de su país; tal vez no podía reescuchar tanta atmósfera perdida solo.
Más allá, como en extramuros, las canchas del Parque Cisneros, en los claros de una hermosa arboleda o la cancha de Colo Colo que quedaba a una cuadra y media de casa y que abarcaba buena parte de la manzana. Allí vi en una tarde fría, de cielo muy gris a aquel muchacho de pelo salvaje que llamaban Patoruzú, jugando con increíble habilidad en patas a la pelota. Mucho después me convencí que probablemente era de los que no suelen llegar a los clubes; de aquellos que son muy libres en el ejercicio de su pobreza.
En el paladar he recobrado el sabor del mate cocido con leche y las rodajas de pan con manteca y azúcar.
Por la vieja radio chiquita de color beige sonaban los radioteatros que escuchaba mamá, mientras cosía. Comenzaba por Radio Libertad con Fernando Labat, a eso de las cuatro, para seguir con Radio El Mundo e Hilda Bernard (aún amo su voz, hecha de penumbras) y Fernando Siro a las cuatro y media, con la narración de Julio César Barton ¿o estoy confundido?
Para poder hablarte necesito volver a ese momento, pero estoy llegando difícilmente a un tiempo antes del estallido en el que tu voz y a mía se ahogaron en su propio grito. Porque te he envuelto como arropó esa noche feroz mi mundo y te he callado. ¿Qué podrías decirme? Te he encerrado como objeto de la memoria, no como un ser vivo que podría hablarme; al quedarte en solo objeto de la evocación te he prohibido vivir.

No tendría que pedirte ejercitar la memoria o pedírmelo para recobrarte, tendría que exponerme a abrir las compuertas del cerebro y dejar que derrame el alma del niño, el alma-niño, eso que fue, si todavía es y puede hablar, o escribirme, en algún lenguaje o ser en la vibración que pueda percibir y transformar mis ecos en nueva voz.

continuará...

domingo, 20 de julio de 2014


Cartas a mí mismo
                                                          de Fernando Iturrieta
Carta al niño 3
Era un muñequito de plástico, en realidad un molde que aplicaba sobre la arena que había en el fondo de casa en el que podía plasmar durante un rato largo modelos que ahora me imagino repetitivos, entonces, infinitos.
Y allí el gallo decía y yo sincronizaba y decía lo que él quería escuchar. Esa perfección me ponía en su tono, en la modulación de su voz.
Esa mañana en la escuela, la maestra desafió a que cacareáramos, a que imitáramos a las gallinas y yo quedé en silencio, o fingí no saber. Pero yo sabía cómo hacer para que me contestaran los gallos, ellos me conocían, desde un lugar profundo no me pedían otra identificación que su propio sonido, el entrar en su coro como miembro pleno.

Mi niño tenía muchas voces y un buen oído para ellas. Sé que el hombre destruye los puentes hacia las otras voces o las somete a su temor, porque los demás no creen, no permiten otra voz, otro tono que el habilitado.


Mi niño atesora otras voces y está por devolvérmelas.
                                                                                                                                                                                                  continuará....

sábado, 19 de julio de 2014

Cartas a mí mismo
                                                                                                          por Fernando Iturrieta
Carta al niño 2
Hablame, hablame, niño.
Suena a una melodía extraña, a un llamado patético, imperioso, pero débil, desesperado. Es buscar en lo que parece no encontrarse.
Hablame.
O quizás para hablarme necesites que hable yo primero. Que te cuente qué de vos queda en mí, qué retazos de tu noche están en la manta de mis sueños.
Será que debo ganarme tu confianza, que no te resulte tan extraño este que te enfrenta o te escribe o más bien te habla en letras, aquello que viene pronunciando como puede desde adentro.
Suena muy abstracto si lo que te digo no está dotado de historia, de algo de mi vida que pueda poner delante de vos y que me respondas.
El barco en que soñaba en el fondo del jardín o más bien la cubierta despreocupada de mar que aparecía en el sueño diurno bajo el paraíso del fondo de nuestro jardín. Ese era el espacio en el que iba a trasladarme o quedarme en un movimiento hacia un infinito de belleza soleada y perfumada por el propio aire.

 ...continuará

viernes, 18 de julio de 2014

Cartas a mí mismo

por Fernando Iturrieta
Carta al niño 1
Lo que he buscado en él es al niño lastimado, confuso, interrumpido. Cuando quiere escapar, me desespero por reencontrarlo, porque temo haberlo perdido para siempre. Cuando quiere acorralarme, cuando me exige desprenderme del futuro, lo silencio, lo dejo.
Temo a su silencio y a su huida, a sus caprichos y a su descubrirme en el adulto quebrado.
Su naturaleza volcánica es mi explosión.
Me doy cuenta que no me atrevo, que describo afuera lo que no puedo enfrentar y tratar de vos, de tú, mirarlo en la cara de la letra.
No puedo aún escribirle.
Mi niño es un forastero de mí.
Si algo remonta la felicidad es su noche de alba helada sobre mi hombro y sentir que cuidaba su respiración. Lo que fui o quise tener de mí quedaba resguardado por mí mismo o ese otro que era el hombre que había vuelto a cuidarme en el fin del invierno.
Si pudiera escribirte, niño, pibe, purrete, chiquilín, chiquito, gurí, chango, nene.
Y cuando pongo en el tú, en el vos, el niño es otro, lo dejo sólo en el otro que es aún más inasible que mi propio viejo y pequeño niño envolviéndose en una capa tercamente anudada.
Hace poco, mirándote abrazado a mí, recién despierto, te dije: eras mi chiquito, ya no lo sos.
Porque el que busco y no aparece, está como encriptado en mis sílabas disueltas en la sangre.

                                                                                                                                        continuará...

miércoles, 16 de julio de 2014

Cartas a mí mismo

Introducción, interrogante

1
No hay nada más difícil que encontrarse uno, ¿no?; pensar, decirse las cosas que no se dijo, hallar esos huecos, la cantidad de silencios que abarcan lo que no nos animamos a pronunciarnos. 
Seguro que se dan vueltas, vueltas,  y golpes, todos contra una pared que suena a lo peor del sí mismo, a lo que se secó, o a lo que se pudrió, si eso pudiera tener un sonido.
2
Empezar casi compulsivamente a narrarse a sí mismo.
¿Qué es lo que serían las Cartas a mí mismo? Lo que parece más sencillo, lo que parecen borradores dispersos, pueden ser la parte más difícil, dirigirse al interior del yo;  decirse las cosas, salvo las más elementales. Éstas pueden constituirse en una tarea casi terrible.
Escribirme significa apropiarme, ponerme en el lugar en el que puedo ser el protagonista y mi propio testigo, yo como sujeto y también mi propio objeto; tener las  caras de la acción significadas en la misma persona
Puedo contarme.
3
Si preguntara, tendríamos que  ver qué de mi contesta o quién de mí.
Podría llegar a pensar que hay muchos en mí que pueden llegar a contestar.
Si por ejemplo, quisiera preguntar o a interrogar al niño, al que fui, la pregunta es dónde aparecería ese niño y qué aparecería de él, si es una reconstrucción de la memoria o realmente algo de ese niño está puesto, depositado, refugiado en algún sector de mí mismo, como para ir a buscarlo y sacarlo y si eso que fui o ése que fui, está.
Quizás es una pregunta muy pretenciosa y el asunto es qué podría preguntar, qué sería capaz de preguntar, cómo podría llegar a interrogar y si la pregunta la hago a alguien que conozco, que conocí, si llego a reconocer qué dice de mí o qué dice de mí mismo, a lo largo de los años.
4
Cada parte interna de uno estaría presente.


Una de las hipótesis es que esos capítulos, esos fragmentos, si se quiere segmentos, no se reconstruyen con la memoria sino que están y a lo largo de la vida, cada etapa que sigue, está esperando, digamos, la posta pasada por la anterior, a veces a destiempo, a veces en un lugar incorrecto de la carrera. 

continuará...

sábado, 12 de julio de 2014

El silencio filoso del sueño
por Fernando Iturrieta
El entramado del relato y las fisuras de la conciencia.


No sé cómo desperté esa vez. Me abarcaban el amargor y la certeza de la comprobación que latía en mí hacía ya un tiempo.
John iba enmudeciendo a medida que cantaban, erguidos frente al público, como lo habían hecho en las viejas actuaciones, con los dos micrófonos, anticipado el de John, más atrás, el que usarían Paul y George. No sé si veía a Ringo; lo suponía a mi derecha, confiaba en que estaba respaldando el entorno.
No los soñaba desde mi adolescencia cuando recorría diariamente de Villa Adelina a San Isidro1, mi secundario. Entonces, maravillado, los veía, imponiéndose a un público en el que yo estaba mezclado, desde lo alto de un escenario montado en la esquina de Belgrano y Centenario2, a una cuadra de la estación. Actuaban en uno de los puntos de mi camino al colegio3. Soñé muchas variaciones de ese cantar hasta 1967, al concluir los estudios, no más de un año después de que Los Beatles dejaran de dar recitales, aunque todavía no sabíamos de su decisión de no volver a hacerlo; con la última ironía en la terraza de Londres, de la que terminaron desalojados por cuestiones de urbanidad.
En este nuevo sueño, yo no estaba del lado de la gente; observaba desde un costado del escenario, diría que desde atrás y a la izquierda. No me percaté sino mucho después, el auditorio estaba lleno, pero mudo.
Durante aquellos sueños juveniles, el sonido, imponente y aéreo, procedía de un lugar alcanzable; aun así, se sentía un eco de lo lejano, a la vez cercano e inabarcable. Qué creía escuchar, no podría afirmarlo, siempre me parecía nuevo, me fascinaba y no creía haberlo escuchado aún. Alguna canción que tenía algo del martilleo vibrante de You can’t do that o el látigo de Any time at all, pero no la reconocía, era nueva para mí; al momento de oírla me imaginaba también frente a un nuevo long play, con la emoción fresca de verlo, tocarlo, oírlo, sorprenderme y sentir la euforia de quien se inauguraba con ellos otra vez más. Cuántas veces imaginamos tapas, secuencias, pero siempre terminábamos desbordados por la sorpresa.
Ahora, en noviembre de 1980, mi angustia procedía de la voz de John que se quebraba, se hacía cada vez más débil. Qué canción, una de aquellas en la que su voz devenía vieja, cascada;, quizás Yer blues o I´m so tired; no sé si era Happiness is a warm gun. Ya no creo que fuera Dig a pony o tal vez se tratara de Don’t let me down. Su quiebre se iba perdiendo, constataba la merma de fuerza del alma, que también era la mía.
No le conté a nadie, me sabía a perder un viejo privilegio, el de tenerlos en alguna dimensión, cerca y creando.
1980. Era el 9 de diciembre a la mañana, cuando me estaba afeitando. Iba a dar un examen de griego*. Alicia se acercó temerosa, no atinaba a saber qué efectos tendría la noticia que escuchó en la radio sobre mí, se animó y me la dijo. Mataron a John Lennon. No pensé en ese sueño. Sentí el Sueño, partido, deshecho, por primera vez la comprobación de que en el fondo, había esperado una versión del mundo que ya no se daría con él.
Cuando llegué a la facultad, le di la noticia a Claudia** que ya no recuerdo si iba a rendir la misma materia. No puede ser, me dijo. Sí, le confirmé. Y ella se ató a una lógica inexorable: no lo pueden matar, como tampoco pueden matar al Pato Donald, me afirmó desolada.
Sí, había ocurrido. Después de tanta exposición, de mearles el mantel, lo habían logrado, al menos con su cuerpo.
1 Colectivo línea 4, tres pesos moneda nacional con 50 centavos por viaje, a poco de empezar y durante un tiempo (alcancé a viajar a $ 2,50 m/n).
2 Uno de las esquinas más concurridas de San Isidro, frente a la Pizzería Focaccia.

3 Comercial de San Isidro.
* La cátedra de Lorenzo Mascialino
** Claudia Rébori

viernes, 27 de junio de 2014


Yeso para el molde
sin coagular aún
se puede crepitar
                           y gotear
desbordarse en lágrima blanca
                                      blanda;
y el imperfecto nos espera
nos recibe
frío
de puro nuevo
de solos juntos
y quedan
afuera las figuras que hubiesen
respondido al asombro
pero ahora  adentro
si el rígido cobrar las formas
llega
ya no llegan
más horas
ni una
para el canto líquido que viaja.


Devenir



Al prisma en la incandescente noche.
A la rotación del cosmos
en el piélago sin vientos.
Hacia las cosas,
sin ellas.
En movimiento, con dirección aturdida
por el destemplado reclamo de los ojos vacíos,
apoderados de la muerte
para no vencerla nunca.
Pretendiendo olvidar
las costras heladas.
En el día sin nombre:
el que se vive.


martes, 13 de mayo de 2014


El dolor de la omisión

Aire libre de Anahí Berneri (2014)
Con los bordes rotos de un vidrio que hace estallar una y otra vez, Aire libre lastima.
Esa textura vidriada, traslúcida pero no enteramente transparente, muchas veces opaca, es la de una pareja que no puede construir su lugar sino que apenas lo imagina y al quebrársele, se desentiende, huye, apuesta al vacío, a los huecos. Miente, se miente.
Anahí Berneri vuelve a elaborar una historia que es sólida en su núcleo pero que nos resulta difícil de asir y dominar, no podemos sujetarla, no podemos domarla.  Berneri no es concesiva, no se brinda a un público que requiera andadores o rueditas adicionales, el aprendizaje del recorrido en la trama es exponerse a caer, a tropezar, a dolerse con la historia que muestra. Aire libre se retuerce e inquieta, no cierra juicios pero cuestiona a los personajes y, también, a nuestro modo habitual de percibirlos.
En el deseo, en la acción, los paradigmas con los que cada uno se acerca al otro hay omisiones, escamoteos de presencia. No hay entrega total porque no hay convicción. Se juega, como en parte de los intentos musicales que se dispersan en su transcurso, a integrar una melodía incompleta en la que hay, alternativamente, una parte que se apuesta y otra que no se resigna a la entrega; no se animan a poner en juego lo propio.
Precisa, detallista, implacable, Berneri avanza, crece, inquieta y exaspera girando el dial de sus criaturas que no concurren al mismo encuentro a pesar de ir al mismo lugar.
Ese no terminar de crecer para edificar la historia propia y refugiarse en el ámbito de los padres, tiene que ver con omitirse, prescinden de ellos, no se encuentran y, lo que es peor, no pueden ubicar o dejan de lado a lo que crean, en especial a su hijo.
Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia) no se comprometen ni en lo personal ni en lo familiar y tampoco en lo social, evitan y lo que no pueden enfrentar, les aparece con violencia, como amenaza, que muchas veces es la propia agresión o desidia o sus consecuencias. Ahí es donde Anahí Berneri vuelve a demostrar que, además de manejar estupendamente bien la imagen que se teje en los tonos diluidos que impregna en los personajes de Aire libre, sostiene y conduce las actuaciones de los protagonistas a puntos convincentes con esa fluctuación entre la desorientación, el deseo no hallado y la crispación constante, para hacerlos crecer con la historia y dejarle al espectador un lugar para su intervención creativa. Muy eficaces Sbaraglia y Cid, bien complementados por un elenco parejo en su intervención.   
Aun en su repetición absurda Anahí Berneri si bien no salva totalmente a sus criaturas, les deja abiertos resquicios por donde todavía pueden recrearse. Vamos por Aire libre, busquemos.

miércoles, 23 de abril de 2014

Acerca de Ella (Her) de Spike Jonze.
Por Fernando Iturrieta
El problema entre el hombre y la tecnología en última instancia no es tecnológico, es humano.
De constructores profesionales de lenguaje amoroso a receptores crédulos por necesidad de esa contraparte que se espera que aparezca, que esté, que se mantenga allí. El personaje, Theodore Twombly, redacta hábilmente para otros, un mercado sin rostro, cartas de amor que se emiten como escritas a mano, un ademán que evoca viejos tiempos en medio de un ambiente futuro incierto. La construcción del discurso amoroso lo espejará en su historia y, primera advertencia a nosotros, los espectadores, nos reflejará, revelándonos, si estamos dispuestos a ver, nuestras destrezas para construir, reemplazar, idealizar y compartir nuestras relaciones.
Ese hombre se enamora del sistema operativo que instala en sus computadoras. Es una plataforma inteligente que se personaliza a medida del usuario, que se bautiza dentro del género elegido para la interrelación (para él, será Samanta) y que adquiere voz a la manera humana e interactúa frontalmente con su oralidad , obedece, provoca, excita y practica completar el ritual del sexo, de su afecto personal. Y Samanta suplantará, competirá con otros amores, con otras voces y otros cuerpos, complementándose de modo de tapar sus precariedades, sus falencias. En última instancia, hay algo corporal que fija la identificación: su voz, vehículo de la lengua humana, su distintivo; pero entra en crisis cuando se intenta usar otro cuerpo como prótesis humana para completar una mujer que, sabemos, no tiene su misma oralidad: un cuerpo en este caso femenino que permitiera perfeccionar su identificación.
En el ejercicio de sustitución de presencias, de los cuerpos, reemplazo de los afectos y de las zonas afectadas, el hombre, maestro del lenguaje articulado, ha armado sistemas inteligentes que incluso, lo predicen, juegan con él. En el itinerario de la integración, desintegración, con el medio, consigo mismo, lo fabricado por los seres humanos no cubre su soledad, su ser partícula del cosmos con una frecuente imposibilidad de sintonizar con las otras partes de su universo.
Ella (Her) tiene, como toda obra de arte, capas de lectura; puede pasarse de una tersa comedia sentimental entre el hombre y la máquina a animarse a raspar la superficie e indagar progresivamente y, debajo, hay mucho. Pistas: desde la obra plástica de Cy Twombly a la filosofía de Alan Watts, pero sobre más allá de las referencias "cultas", lo crucial apunta a nuestra precariedad afectiva, a pesar de nuestros pensados y pensantes artefactos.
Vale la pena verla a Ella (Her). En muchos casos, volver a verla. En todos los casos, pensarla y sentirla.

domingo, 16 de febrero de 2014


Vuelo de los ojos

Abrí mis ojos y vi dos luces.
Torpeza de tacto que renace, dibujé
sin piedad en un vidrio sucio las marcas
cuyas resonancias despiertan océanicas y atónitas.
Arena detrás, fiebre en travesía sin calma.
Si en un foco labré humo y tallé brisa,
en el otro fui satélite de ejes de la angustia.
No conocía el origen del invierno de las hojas
invisibles, retoñando penoso algún misterio,
ni sabía de los engranajes, espumas puntiagudas
del verano con sus barcos que vuelan
ebrios a su  morada de fuego,
ni del puñal de un otoño perdido, fatigado, loco.

Tampoco aguardaba tu boca apremiante
que setiembre conoce, río de cobre.

El vuelo preterido, ese vuelo
de amanecer sangrante y apurado.

A mis manos las junté en un puñado de sol
y las arrojé al mar para que sus mil bocas,
gigantescas e irritables dunas espumantes,
las tragaran, para recobrarlas en aliento de las algas.
Entonces, fue mudez de luz.
Acaso también sembré mis ojos en las olas,
demente acuidad de los que aman,
 para citar noctilucas, destellos del agua ensimismada.
Mi cuerpo soñó madejas
que la luna suelta cuando canta.
Mi piel sintió vacíos del rastrillo, memoria de un instante,
mientras pule el sexo de las rocas lastimadas;
y mis años quemados juntaron sus cenizas
                                                     y amaron.


martes, 7 de enero de 2014

¿ Quién aprende?

Preguntás, me abrís un día.

Busco en tus indóciles silencios,
en el perfume victorioso de tu llanto,
la molécula salvaje,
la llamarada desnuda.

Enardecés el aire mismo al cantar.

Busco mis olvidos cómplices
pero ya es tarde: los atesorás.

Rayo de los astronautas,

confirmame.

(de Guijarros, a ser publicada por Ditus Ediciones)
Sin desvelo, de  día 

Mece el sol empecinado.

Alcanza su callada urdimbre
para que se tiendan los párpados

y aparezcas.

(de Guijarros, a ser publicada por Ditus Ediciones)