LAS CAJAS (fragmento)
incluido en El tiempo que Cruje
Fernando Iturrieta
incluido en El tiempo que Cruje
Fernando Iturrieta
No era de esperar, al menos aquella noche, en medio del fastidio, su
cansancio, el tufo en la habitación que su compañero de pieza se empeñaba en no
ventilar, con todo el tiempo libre que sólo ocupaba mirando el techo y su
propia imagen en una foto infantil predilecta no se sabe por quien; no, no se
podía imaginar que a esa hora, al abrir la puerta de su lado del armario con el
simple y menor propósito de guardar su ropa para mañana, apareciera esa caja
desconocida, intrusa, irritante.
Tampoco podía preguntárselo al idiota dormido con el pie salido de la
cama como un resorte destartalado y casi para ser retirado como chatarra.
Aunque la duda fuera tan fuerte, como para tener ganas de sacudirlo o
cosquillear la planta impúdica o tirarle agua o aun incluso mearle la colcha,
para que dijera por qué invadía su zona, por qué repetía su falta de límite. La caja era sólo la coronación
de sus provocaciones. Hacía diez meses que en esa pensión compartía con él su
pieza, y de cierta propensión inicial a tener una buena sociedad, habían pasado
progresivamente, al disgusto, al desdén, al intento de subrayar la mutua
indiferencia. Al menos este otro no robaba como el petiso amanerado que se
había ido. El período de tres en el cuarto pareció un suplicio, la convivencia
de dos, una hinchazón molesta.
No contaba con mucha luz, pero sacó del estante la caja , la llevó hacia la
mesita contra la pared. Pesaba poco, no hacía ruido, parecía estar vacía. Era
de madera clara, de superficie áspera, tosca. Tenía un gancho que trababa la
tapa y la base, sin otra seguridad. Abrió: estaba vacía, en la parte interna de
la base tenía lo que parecía ser una leyenda que bien podría ser la marca de un
producto. No lograba verla bien con la escasa luminosidad de la pieza. A pesar
de todo, no quiso tener un incidente y resolvió esperar a la mañana siguiente
para verla mejor. Algo en lo escrito emergió como una reminiscencia, volvió a
abrirla y reconoció algo inquietante: era su firma, la infantil, la que
aprendió a hacer en el colegio primario, la que descartó apenas entrada la
adolescencia. ¿Cuándo había firmado esa caja? Si era una broma, ¿de quién?
Pensó si había dejado algún viejo recuerdo en el cuarto como para que alguien
copiara algo tan desusado, tan viejo para él. Sebastián sintió que todo el
tiempo había pasado y que volvía tangible como absurdo. Cerró la tapa e intentó
dormir.
Quiso dormir, se propuso obligarse a dormir, pero no pudo. Apagó el
foquito débil que quedaba prendido en la habilitación y en la oscuridad, el vaho
de los cuerpos y los objetos, y la respiración, por momentos ronquido de Darío
se hacían pesados, insolentes para un sueño que pedía, suplicaba, tener las
partes en su alrededor calmas, calladas, como si el silencio fuera el orden
previo al sopor necesario.
Pensó en sus útiles escolares, en las cajas, pero le aparecían estuches
en otro material y jamás los había firmado. Trató de memorizar su firma sobre
distintos planos, casi siempre papel, sólo una vez sobre el yeso que cubría la
pierna de un compañero, madera...., creía que nunca. Se preguntó si no estaba
ya dormido, si acaso aquello era un estado de supuesta vigilia metido en el
sueño. No; no se le ocurría otra cosa que una broma macabra pero ¿de quién? ¿de
Darío, ¿de la dueña de la pensión? Los interpelaría, los sometería a un
interrogatorio. Pero, ¿en nombre de qué? Si no tenían nada que ver, quedaría en
ridículo, no sabría como justificar sus demandas. Sin embargo, ¿qué otra
posibilidad cabía, de no ser ellos? Sólo le venían sus sueños premonitorios,
los que hacía rato no tenía: ¿ tendrían un costado de materialización, de poner
en el espacio lo que sólo se mantenía en la conciencia? Respiró fuerte y la
falta de aire se le hizo insoportable. Fue al baño, tenía una sensación cercana
a la náusea, pero al salir de la habitación sintió por el pasillo un aire más
fresco y fue sintiéndose mejor. Sus pies tocaban directamente el mosaico frío
pero sin embargo eso le hacía bien, como si lo sacara de una tibieza
asfixiante. Recordó que la caja
estaba sobre la mesa y decidió guardarla en el mismo estante cuando volviera,
quizás para mostrarle a Celia, la dueña, la muestra de la intrusión.
Volvió a la pieza y la
caja estaba abierta. ¿ La había dejado así? ... (sigue).