sábado, 12 de julio de 2014

El silencio filoso del sueño
por Fernando Iturrieta
El entramado del relato y las fisuras de la conciencia.


No sé cómo desperté esa vez. Me abarcaban el amargor y la certeza de la comprobación que latía en mí hacía ya un tiempo.
John iba enmudeciendo a medida que cantaban, erguidos frente al público, como lo habían hecho en las viejas actuaciones, con los dos micrófonos, anticipado el de John, más atrás, el que usarían Paul y George. No sé si veía a Ringo; lo suponía a mi derecha, confiaba en que estaba respaldando el entorno.
No los soñaba desde mi adolescencia cuando recorría diariamente de Villa Adelina a San Isidro1, mi secundario. Entonces, maravillado, los veía, imponiéndose a un público en el que yo estaba mezclado, desde lo alto de un escenario montado en la esquina de Belgrano y Centenario2, a una cuadra de la estación. Actuaban en uno de los puntos de mi camino al colegio3. Soñé muchas variaciones de ese cantar hasta 1967, al concluir los estudios, no más de un año después de que Los Beatles dejaran de dar recitales, aunque todavía no sabíamos de su decisión de no volver a hacerlo; con la última ironía en la terraza de Londres, de la que terminaron desalojados por cuestiones de urbanidad.
En este nuevo sueño, yo no estaba del lado de la gente; observaba desde un costado del escenario, diría que desde atrás y a la izquierda. No me percaté sino mucho después, el auditorio estaba lleno, pero mudo.
Durante aquellos sueños juveniles, el sonido, imponente y aéreo, procedía de un lugar alcanzable; aun así, se sentía un eco de lo lejano, a la vez cercano e inabarcable. Qué creía escuchar, no podría afirmarlo, siempre me parecía nuevo, me fascinaba y no creía haberlo escuchado aún. Alguna canción que tenía algo del martilleo vibrante de You can’t do that o el látigo de Any time at all, pero no la reconocía, era nueva para mí; al momento de oírla me imaginaba también frente a un nuevo long play, con la emoción fresca de verlo, tocarlo, oírlo, sorprenderme y sentir la euforia de quien se inauguraba con ellos otra vez más. Cuántas veces imaginamos tapas, secuencias, pero siempre terminábamos desbordados por la sorpresa.
Ahora, en noviembre de 1980, mi angustia procedía de la voz de John que se quebraba, se hacía cada vez más débil. Qué canción, una de aquellas en la que su voz devenía vieja, cascada;, quizás Yer blues o I´m so tired; no sé si era Happiness is a warm gun. Ya no creo que fuera Dig a pony o tal vez se tratara de Don’t let me down. Su quiebre se iba perdiendo, constataba la merma de fuerza del alma, que también era la mía.
No le conté a nadie, me sabía a perder un viejo privilegio, el de tenerlos en alguna dimensión, cerca y creando.
1980. Era el 9 de diciembre a la mañana, cuando me estaba afeitando. Iba a dar un examen de griego*. Alicia se acercó temerosa, no atinaba a saber qué efectos tendría la noticia que escuchó en la radio sobre mí, se animó y me la dijo. Mataron a John Lennon. No pensé en ese sueño. Sentí el Sueño, partido, deshecho, por primera vez la comprobación de que en el fondo, había esperado una versión del mundo que ya no se daría con él.
Cuando llegué a la facultad, le di la noticia a Claudia** que ya no recuerdo si iba a rendir la misma materia. No puede ser, me dijo. Sí, le confirmé. Y ella se ató a una lógica inexorable: no lo pueden matar, como tampoco pueden matar al Pato Donald, me afirmó desolada.
Sí, había ocurrido. Después de tanta exposición, de mearles el mantel, lo habían logrado, al menos con su cuerpo.
1 Colectivo línea 4, tres pesos moneda nacional con 50 centavos por viaje, a poco de empezar y durante un tiempo (alcancé a viajar a $ 2,50 m/n).
2 Uno de las esquinas más concurridas de San Isidro, frente a la Pizzería Focaccia.

3 Comercial de San Isidro.
* La cátedra de Lorenzo Mascialino
** Claudia Rébori