Cartas a mí mismo
de Fernando Iturrieta
Carta al niño 4
¿Y si acaso estuvieras escondido, temeroso,
desesperado, casi sin voz?
Una noche que envuelve deja el grito apagado,
sumerge el llanto en la bruma y lo mantendrá nuboso, para no reaparecer.
Sólo esa voz al emerger esporádica ha
revelado el niño. No apareció pleno, no más.
Reapareciste lastimado, mi niño.
Esa noche terrible, te dejó confuso, cercado.
¿Cómo reencontrarte? ¿Cómo recuperarte? Si
recorriera la casa, si pudiera desplazarme por donde ibas, quizás un tiempo
antes, cuando el dolor no había tapado la historia a la manera de una enorme
mancha que pareciera que no puedo borrar sin romper lo que hay debajo. Si pudiera andar por las horas en las
que puedas reconocerte; si tal vez capturara tu mirada, tu voz, tu intención.
Hacia atrás, la puerta de chapa dura_ Sus
vidrios de arriba unidos por la macilla gruesa y empañados por el frío apenas
mostraban el patio que separaba la casa de la parte posterior del terreno
desparejo que aún no era jardín Mi memoria intercala las piezas agregadas a
continuación, que taparon aun en mi memoria la única vista del fondo que había
desde el interior. No había en la casa ventanas que miraran al terreno, fue una
vista cuya imposibilidad, una clausura decretada desde el inicio, nunca
revertimos. El pasillo cubierto al lado de las piezas llevaba a ese pasto
variable entre verde y gris que se volvía esa oscuridad devoradora que me
arrastraba al fondo del terreno en mis pesadillas, con una fuerza imparable y
que se aceleraba a medida que era tragado por la noche, a lo terrible, a la
historia quebrada que no pude parar.
Delante, la calle aún de barro, silenciosa, casi
intransitada. A veces, René cabalgaba insolente, provocador, consentido. Era
una ostentación que le permitía la fama de su padre médico, desconcertando a
los del barrio que ahora sufrían y temían a la cabalgata como un privilegio en los suburbios, donde
sólo pasaban caballos de tiro; para trabajo, nunca para goce. En ocasiones, andaba
el carro de la Panificación, con el llamado inconfundible de su corneta y
tirado por alguno de esos otros caballos, lentos, con anteojeras, sumisos, casi
silenciosos. Y casi siempre, el cartero, el lechero, el pescador, algún camión y
muy pocos autos.
En frente, los tanos, la verdulería, el camión
de Angelito estacionado frente a su casa, en la que había el único televisor
que conocíamos y claro, me invitaban a ver el Cisco Kid y La patrulla del
camino. También por la vereda de enfrente, aquel italiano que me convocaba
y, una vez en su casa, me sentaba en un banquito y me hacía escuchar sus discos
de canzonettas, que tengo borrosas,
suaves, tristonas; comprensibles, creo, en algún lugar de mi corazón. Nunca
pensé en los motivos que aquel tano tenía para compartir con un niño que no
entendía su lengua eso que traía de su país; tal vez no podía reescuchar tanta
atmósfera perdida solo.
Más allá, como en extramuros, las canchas del
Parque Cisneros, en los claros de una hermosa arboleda o la cancha de Colo Colo
que quedaba a una cuadra y media de casa y que abarcaba buena parte de la
manzana. Allí vi en una tarde fría, de cielo muy gris a aquel muchacho de pelo
salvaje que llamaban Patoruzú, jugando con increíble habilidad en patas a la
pelota. Mucho después me convencí que probablemente era de los que no suelen
llegar a los clubes; de aquellos que son muy libres en el ejercicio de su
pobreza.
En el paladar he recobrado el sabor del mate
cocido con leche y las rodajas de pan con manteca y azúcar.
Por la vieja radio chiquita de color beige
sonaban los radioteatros que escuchaba mamá, mientras cosía. Comenzaba por
Radio Libertad con Fernando Labat, a eso de las cuatro, para seguir con Radio
El Mundo e Hilda Bernard (aún amo su voz, hecha de penumbras) y Fernando Siro a
las cuatro y media, con la narración de Julio César Barton ¿o estoy confundido?
Para poder hablarte necesito volver a ese
momento, pero estoy llegando difícilmente a un tiempo antes del estallido en el
que tu voz y a mía se ahogaron en su propio grito. Porque te he envuelto como arropó
esa noche feroz mi mundo y te he callado. ¿Qué podrías decirme? Te he encerrado
como objeto de la memoria, no como un ser vivo que podría hablarme; al quedarte
en solo objeto de la evocación te he prohibido vivir.
No tendría que pedirte ejercitar la memoria o
pedírmelo para recobrarte, tendría que exponerme a abrir las compuertas del
cerebro y dejar que derrame el alma del niño, el alma-niño, eso que fue, si
todavía es y puede hablar, o escribirme, en algún lenguaje o ser en la vibración
que pueda percibir y transformar mis ecos en nueva voz.
continuará...