sábado, 26 de julio de 2014

Cartas a mí mismo
                                                          de Fernando Iturrieta

Carta al niño 4


¿Y si acaso estuvieras escondido, temeroso, desesperado, casi sin voz?
Una noche que envuelve deja el grito apagado, sumerge el llanto en la bruma y lo mantendrá nuboso, para no reaparecer.
Sólo esa voz al emerger esporádica ha revelado el niño. No apareció pleno, no más.
Reapareciste lastimado, mi niño.
Esa noche terrible, te dejó confuso, cercado.
¿Cómo reencontrarte? ¿Cómo recuperarte? Si recorriera la casa, si pudiera desplazarme por donde ibas, quizás un tiempo antes, cuando el dolor no había tapado la historia a la manera de una enorme mancha que pareciera que no puedo borrar sin romper lo que hay debajo. Si pudiera andar por las horas en las que puedas reconocerte; si tal vez capturara tu mirada, tu voz, tu intención.
Hacia atrás, la puerta de chapa dura_ Sus vidrios de arriba unidos por la macilla gruesa y empañados por el frío apenas mostraban el patio que separaba la casa de la parte posterior del terreno desparejo que aún no era jardín Mi memoria intercala las piezas agregadas a continuación, que taparon aun en mi memoria la única vista del fondo que había desde el interior. No había en la casa ventanas que miraran al terreno, fue una vista cuya imposibilidad, una clausura decretada desde el inicio, nunca revertimos. El pasillo cubierto al lado de las piezas llevaba a ese pasto variable entre verde y gris que se volvía esa oscuridad devoradora que me arrastraba al fondo del terreno en mis pesadillas, con una fuerza imparable y que se aceleraba a medida que era tragado por la noche, a lo terrible, a la historia quebrada que no pude parar.
Delante, la calle aún de barro, silenciosa, casi intransitada. A veces, René cabalgaba insolente, provocador, consentido. Era una ostentación que le permitía la fama de su padre médico, desconcertando a los del barrio que ahora sufrían y temían a la cabalgata  como un privilegio en los suburbios, donde sólo pasaban caballos de tiro; para trabajo, nunca para goce. En ocasiones, andaba el carro de la Panificación, con el llamado inconfundible de su corneta y tirado por alguno de esos otros caballos, lentos, con anteojeras, sumisos, casi silenciosos. Y casi siempre, el cartero, el lechero, el pescador, algún camión y muy pocos autos.
En frente, los tanos, la verdulería, el camión de Angelito estacionado frente a su casa, en la que había el único televisor que conocíamos y claro, me invitaban a ver el Cisco Kid y La patrulla del camino. También por la vereda de enfrente, aquel italiano que me convocaba y, una vez en su casa, me sentaba en un banquito y me hacía escuchar sus discos de canzonettas, que tengo borrosas, suaves, tristonas; comprensibles, creo, en algún lugar de mi corazón. Nunca pensé en los motivos que aquel tano tenía para compartir con un niño que no entendía su lengua eso que traía de su país; tal vez no podía reescuchar tanta atmósfera perdida solo.
Más allá, como en extramuros, las canchas del Parque Cisneros, en los claros de una hermosa arboleda o la cancha de Colo Colo que quedaba a una cuadra y media de casa y que abarcaba buena parte de la manzana. Allí vi en una tarde fría, de cielo muy gris a aquel muchacho de pelo salvaje que llamaban Patoruzú, jugando con increíble habilidad en patas a la pelota. Mucho después me convencí que probablemente era de los que no suelen llegar a los clubes; de aquellos que son muy libres en el ejercicio de su pobreza.
En el paladar he recobrado el sabor del mate cocido con leche y las rodajas de pan con manteca y azúcar.
Por la vieja radio chiquita de color beige sonaban los radioteatros que escuchaba mamá, mientras cosía. Comenzaba por Radio Libertad con Fernando Labat, a eso de las cuatro, para seguir con Radio El Mundo e Hilda Bernard (aún amo su voz, hecha de penumbras) y Fernando Siro a las cuatro y media, con la narración de Julio César Barton ¿o estoy confundido?
Para poder hablarte necesito volver a ese momento, pero estoy llegando difícilmente a un tiempo antes del estallido en el que tu voz y a mía se ahogaron en su propio grito. Porque te he envuelto como arropó esa noche feroz mi mundo y te he callado. ¿Qué podrías decirme? Te he encerrado como objeto de la memoria, no como un ser vivo que podría hablarme; al quedarte en solo objeto de la evocación te he prohibido vivir.

No tendría que pedirte ejercitar la memoria o pedírmelo para recobrarte, tendría que exponerme a abrir las compuertas del cerebro y dejar que derrame el alma del niño, el alma-niño, eso que fue, si todavía es y puede hablar, o escribirme, en algún lenguaje o ser en la vibración que pueda percibir y transformar mis ecos en nueva voz.

continuará...